domingo, 12 de agosto de 2012
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Bertrand Russell, filósofo y activista social
Bertrand Russell fue una de las figuras más destacadas y
conocidas del siglo xx. No sólo como filósofo, sino también como
activista de causas políticas. Fue uno de los personajes de mayor
proyección pública que ha dado este ámbito más bien marginal de la
filosofía. Bertrand ArthurWilliam Russell, tercer conde de Russell y
vizconde de Amberlit, nació en Gales, Gran Bretaña, en 1872. Fue
nieto de uno de los grandes ministros de la reina Victoria.
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Pese a su
origen aristocrático, cultivó una personalidad cercana a los problemas
sociales de la época. Desde un principio se sintió motivado a
intervenir y a mostrar su punto de vista frente a una serie de
problemáticas, como, por ejemplo, la de las guerras. Su oposición a la
Primera Guerra Mundial hizo que pasara una temporada en la cárcel.
Tampoco tuvo problemas en sentarse en medio de la calzada, junto a
jóvenes rebeldes, para condenar la participación de Estados Unidos
enVietnam, o contra la proliferación de armas nucleares. A pesar de
esta actividad pública, su obra específicamente filosófica, centrada en
el estudio de las matemáticas, no es fácil y sencilla de entender. Junto
con Alfred North Whitehead,
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otra de las grandes figuras del
pensamiento anglosajón de la época, escribió un libro llamado
Principia mathematica, que trata de establecer los principios lógicos
de todo el conocimiento matemático. Esos trabajos, junto a sus
reflexiones sobre el atomismo lógico, y los principios mismos de una
filosofía realmente científica y no idealizante, son para consumo de
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LA AVENTURA DE PENSAR
UNA EDUCACIÓN ARISTOCRÁTICA
Tuve contacto por primera vez con Russell a través de su libro La
sabiduría de Occidente, un resumen con numerosas ilustraciones de su
Historia de la filosofía occidental que me regalaron mis padres en los
últimos cursos de bachillerato. En esa obra aprendí una serie de nom-
bres prestigiosos —como Spinoza, Wittgenstein o Heidegger— y
perdí el miedo a los razonamientos de los grandes teóricos, no porque
fuese capaz de comprenderlos plenamente, sino porque el grato estilo
de Russell me hizo suponer que no me estaban del todo vedados. En
lugar de comenzar por un libro que me expulsara de la filosofía, como
habrían conseguido tantos, me inicié con uno que me acogió a ella
sonriendo maliciosamente. Eso es algo por lo cual uno siempre puede
estar agradecido.
Bertrand Russell perdió muy tempranamente a sus padres, quienes
habían expresado el deseo de que en caso de su fallecimiento el joven
Bertrand y sus hermanos fuesen educados por algunos amigos de la
familia, entre ellos el filósofo John Stuart Mili,
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o sus descendientes.
Fue, sin embargo, la abuela de Bertrand la que se hizo cargo y tuvo
una gran influencia durante toda su infancia. Russell no fue enviado a
colegios, sino que recibió instrucción de preceptores e institutrices,
principalmente francesas y alemanas, de modo que en su adolescencia
ya hablaba con fluidez esos dos idiomas. A los once años se sintió
impactado por los principios de geometría de Euclides,
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y a partir de
entonces mostró una gran inclinación por las matemáticas y la lógica.
A los dieciocho años ingresó en la Universidad de Cambridge para
estudiar ciencias formales. En aquella época Cambridge estaba bajo la
influencia de la filosofía hegeliana. En un principio, Russell aceptó
esta tradición, pero a partir de 1898 comenzó a reaccionar en contra,
en principio porque ese pensamiento no le permitía avanzar en la
fundamentación de las matemáticas, cuestión que estaba entre sus más
urgentes inquietudes intelectuales. Por otra parte, tomó conciencia de
que una perspectiva idealista y monista era contraria a la creencia del
sentido común de que el mundo está compuesto por múltiples
individuos separados y a la vez relaciona-
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BERTRAND RUSSELL
dos entre sí. En su cruzada antiidealista, Russell encontró un aliado
incondicional y un amigo fiel en su condiscípulo George Edward
Moore,
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autor de varios libros importantes, entre los que cabe men-
cionar Defensa del sentido común y Principia ethica. En su reacción
contra el idealismo, Russell y Moore cayeron, como ellos mismos des-
pués reconocieron, en el opuesto, es decir, en un realismo extremo.
Gran parte de la filosofía madura de Russell cuestionará esa posición.
En 1900, Russell publicó Exposición crítica de la filosofía de Leibniz,
donde afirmó que la metafísica occidental, basada en las categorías de
sustancia y atributo no era más que un reflejo, en cierto sentido
implícito, de la estructura proposicional con su sujeto y su predicado.
Este descubrimiento alentaría sus posteriores investigaciones
filosóficas. En 1903 publicó Los principios de la matemática. En los
años siguientes, como ya he dicho, acometió, junto con Whitehead, el
intento de fundar sistemáticamente la matemática pura a partir de la
lógica. El resultado fueron tres volúmenes publicados entre 1910 y
1913 bajo el título Principia mathematica. Esta obra fue el origen de
la matemática moderna, junto con la de otros investigadores como
George Boole,
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Giuseppe Peano,
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David Hilbert
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y Gottlob Frege,
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de
quien estudió su obra, todavía revolucionaria y muy poco conocida en
aquel momento, a comienzos de siglo xx. Frege proponía una
posibilidad de comprensión de las matemáticas convirtiendo los
números en clases. Cada uno de los números sería una clase de obje-
tos, es decir, de 5, 6, 8,10, o de lo que fuese.Y a partir de esa des-
cripción por clase convertía a la matemática en una gran estructura
lógica. Pero Russell descubrió una contradicción, una dificultad in-
salvable, que se remontaba casi a los comienzos de la filosofía cuando
se conoció el célebre dilema de Epiménides. Nacido en Creta,
Epiménides decía: todos los cretenses son mentirosos. Si decía la ver-
dad —todos los cretenses son mentirosos— estaba contradiciéndose
porque él mismo era un cretense. Si estaba diciendo una mentira, en-
tonces no era cierto que todos los cretenses fuesen mentirosos. De
donde se deduce —y éste es el tema de la paradoja— que tanto si es-
taba mintiendo como si no lo hacía, no era cierto que todos los cre-
tenses fueran mentirosos. Esta paradoja del mentiroso muestra un
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LA AVENTURA DE PENSAR
problema que también se aprecia en la lógica de clases. Según parece,
hay clases de objetos que se contienen a sí mismos, por ejemplo la
clase de todas las clases a su vez es una clase. Pero, en cambio, hay
otras clases que no se contienen a sí mismas. Las clases de todos los
perros no es un perro, por ejemplo. Entonces, dice Russell, esto en-
cierra una contradicción semejante a la de Epiménides, porque si
considero la clase de todas las clases que no se contienen a sí mismas,
encuentro que esta clase o bien se contiene a sí misma y entonces
contradice su propia constitución (porque esa clase sólo ha de estar
constituida por clases que no se contengan a sí mismas), o bien no se
contiene a sí misma y entonces también contradice su constitución
(porque esa clase debe incluir a todas las clases que no se contienen a
sí mismas). De modo que en ambos casos de alguna forma también se
cae en la paradoja del cretense. Este dilema le llevó a Russell a es-
tudiar y a proponer la posibilidad de una teoría de los tipos lógicos,
que permite percibir con claridad que el problema surge del plan-
teamiento mismo y no de algún dato más o menos ambiguo o falso. Lo
que viene a decir esa teoría de los tipos lógicos es que ninguna clase
puede ser miembro de sí misma, porque los constituyentes de una
clase son de un tipo lógico inferior a la clase. En consecuencia, la
clase de todas las clases es una clase, sí, pero de otro tipo que las
clases que la integran, y no puede confundirse o mezclarse con ellas.
Russell complementó esta teoría con la de las descripciones, que tiene
que ver con el tipo de problemas en los que la forma gramatical de una
proposición produce confusión respecto de su sentido. Por ejemplo,
atribuyendo predicados a una entidad inexistente, como cuando digo
«El actual rey de Francia es calvo», enunciado significativo pero falso,
pues según la teoría de las descripciones puede analizarse así: «Existe
un x tal que x es rey de Francia y x es calvo», y resulta obvio que
ningún x cumple actualmente la primera condición. Dicho de otro
modo: la forma gramatical es engañosa y sugiere que «El actual rey de
Francia» es el sujeto del cual se predica la circunstancia de ser calvo,
pero en realidad el sujeto es x, de quien se predican tanto el ser rey de
Francia como ser calvo. Por lo tanto, la teoría de las descripciones y la
teoría de los tipos lógicos surgen ante dife-
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BERTRAND RUSSELL
rentes problemas y tienen aplicaciones también diferentes, pero sin
embargo convergentes. En ambos casos, resulta evidente que las
paradojas surgen de la naturaleza confusa del lenguaje cotidiano y
desaparecen si ese lenguaje ordinario se traduce lógicamente.
UNA ACTIVIDAD INCANSABLE
En los años previos a la Gran Guerra, Russell publicó varios
libros importantes, entre ellos Los problemas de la filosofía y Nuestro
conocimiento del mundo exterior. En estas obras fundó la corriente
filosófica llamada empirismo lógico. A pesar de ser un aristócrata y un
intelectual destacado, no dudó en defender una posición radicalmente
pacifista ante la Primera Guerra Mundial, lo que le valió conocer las
cárceles de Su Graciosa Majestad. Mientras estuvo en prisión escribió
su Introducción a la filosofa matemática. Finalizado el conflicto bé-
lico, visitó la Unión Soviética y China, presentando luego sus obser-
vaciones y críticas en sendos libros. Por esos años publicó también su
Análisis de la mente, obra en la que propuso que así como hay una
causalidad eficiente, propia de los fenómenos físicos, hay también una
causalidad mnémica, característica de los fenómenos mentales.
Después de la Primera Guerra Mundial, la lectura y discusión de
la obra Tractatus logico-philosophicus de su ex alumno y colega,
Ludwig Wittgenstein, llevó a Russell a reformular su filosofía como
«atomismo lógico». Esta denominación expresa la posición metafísica
de Russell, según la cual la realidad está compuesta de hechos ya no
ulteriormente analizables y que corresponden a los datos sensoriales
puros y a propiedades de dichos datos sensoriales, los cuales se rela-
cionan lógicamente.
Bertrand Russell tuvo, en varios campos, opiniones que resultaron
provocadoras en su época, y probablemente hoy nos parezcan casi
ingenuas, ante la evolución de los tiempos y las costumbres. En la
educación, por ejemplo, fundó una especie de escuela libérrima en la
que los niños no eran sometidos a ningún tipo de coacción dis-
ciplinaria, y en la que se intentaba utilizar la espontaneidad de los
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LA AVENTURA DE PENSAR
alumnos, incluso hasta extremos grotescos en algunas ocasiones. En
materia de educación religiosa y moral, Russell decía: «No puedo
aceptar ese punto de vista de los políticos que, incluso si no hay Dios,
consideran deseable que la mayoría de la gente sea creyente porque tal
creencia anima a una conducta virtuosa». Para el pensador gales, en lo
referido a los niños: «Muchos librepensadores adoptan esa actitud:
¿cómo puede uno enseñar a los niños a ser buenos, preguntan, si no se
les enseña religión? ¿Y cómo les vamos a enseñar a ser buenos,
respondo yo, si habitual y deliberadamente se les miente acerca de un
asunto de la mayor importancia? ¿Y cómo puede ninguna conducta
genuinamente deseable necesitar creencias falsas como motivo? Si no
tenéis argumentos válidos a favor de lo que consideráis "buena"
conducta, lo que falla es vuestra concepción de lo bueno.Y en
cualquier caso, suele ser la autoridad paterna más que la religión lo
que influye en la conducta de los niños». Para Russell, lo que la
religión consigue proporcionar a los niños, en la mayoría de los casos,
son ciertas emociones, no directamente ligadas a las acciones y a
menudo poco deseables. Según Russell, esas emociones indi-
rectamente «tienen efectos sobre la conducta, aunque en absoluto los
efectos que los educadores religiosos aseguran desear... Hasta donde
yo recuerdo, no hay ni una palabra en los Evangelios en elogio de la
inteligencia; y en este aspecto los ministros de la religión siguen la
autoridad evangélica mucho más de cerca que en otros casos. Debe
reconocerse que esto es un serio defecto de la ética que se enseña en
los centros educativos cristianos».
Por otra parte, fue un decidido partidario de lo que llamaríamos
hoy la liberación sexual. Tiene una obra célebre sobre estas cuestiones
titulada Matrimonio y moral. Russell planteaba que lo que dos per-
sonas hicieran de mutuo consenso y que les pareciera placentero es-
taba bien, y que lo que hicieran —fuese lo que fuese— para ser felices
debía ser respetado, siempre que no dañara a terceros. Esto incluía
optar por relaciones que no se ajustaran a la tradicional institución
matrimonial, o experimentar diversas variantes. Esto, unido a que
Russell se casó varias veces en su vida y tuvo fama de mujeriego —
fueron conocidos sus amoríos con esposas de colegas y de im-
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BERTRAND RUSSELL
portantes aristócratas y políticos, así como con numerosas y efímeras
jovencitas deslumbradas por su fama y su intelecto—, lo dotaba de un
perfil verdaderamente terrible. En una ocasión cuando quiso ir a dar
clases a la Universidad de Nueva York, las autoridades tras un célebre
proceso le negaron el permiso y lo rechazaron como profesor porque,
aseguraban, era una mala influencia y podía corromper a la juventud.
Russell, además, fue uno de los pocos pensadores que se han atrevido
a escribir directamente en contra de las creencias religiosas,
explicitando su pensamiento en sus obras. Una de ellas tiene un título
que lo dice todo, Por qué no soy cristiano. Ese título, que es casi más
conocido que la obra misma, dio lugar también a una enorme cantidad
de debates y de enfrentamientos, porque algunos consideraban que se
había ido muy lejos, que se estaba atacando las bases mismas de la
sociedad.
EL TRIBUNAL RUSSELL
Después de la Segunda Guerra Mundial, Rusell, fervientemente
antinazi, publicó algunos títulos notables para la problemática filosófica,
entre ellos Significado y verdad y El conocimiento humano, su alcance
y sus límites, y otros de divulgación científica.
Bertrand Russell vivió una vida muy larga. Murió a los noventa y
ocho años de edad. Era adorado por algunos y detestado a muerte por
otros. Vivió lo suficiente incluso para fundar el Tribunal Russell, un
lugar donde estuvieron figuras tan prestigiosas como Jean-Paul Sartre,
Simone de Beauvoir, Ken Coates,
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Ralph Schoenman,
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James
Baldwin,
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entre otros. Allí se juzgó nada más y nada menos que a
Estados Unidos por los crímenes que había cometido en la guerra
deVietnam, se cuestionó la carrera armamentista y atómica y fue una
fuente de escándalos y de discusiones acaloradas en todo el mundo.
Según Russell: «La única cura definitiva de la guerra es la crea-
ción de un Estado mundial o Superestado, lo bastante fuerte para de-
cidir, mediante la ley, en todas las disputas internacionales.Y un Es-
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LA AVENTURA DE PENSAR
tado mundial es sólo concebible después de que las distintas partes del
mundo se hayan relacionado tan íntimamente que ninguna de ellas
pueda ser indiferente a lo que ocurra en las otras».
Si bien recibió el premio Nobel de Literatura en 1952, hasta ese
momento no había escrito ninguna obra literaria, sólo ensayos. En
adelante, sí hizo un pequeño escarceo con la literatura y dio a conocer
algunos relatos. Los ensayos de Russell, extraordinariamente sen-
cillos, tienen un inglés elegante y preciso. En ocasiones es muy di-
vertido porque siempre utiliza un humor y una ironía que hizo que
algunos le llamaran elVoltaire del siglo xx.Tiene mucho de voltai-
riano en su falta de respeto y en su manejo del genio y la malicia.
Quien quiera comprobarlo no tiene más que abordar su Historia de la
filosofía occidental, que se lee de una manera muy grata. No es un
dechado ni un prodigio de exactitud o de rigor, a pesar de que tiene
observaciones muy agudas sobre muchos filósofos. Pero es una obra
extraordinariamente entretenida y hace que uno, leyendo la vida de
grandes filósofos, pueda reírse a veces a carcajadas.
Su visión sobre el destino del hombre queda explícita en uno de
sus textos, cuando dice: «Unido con sus semejantes por el más fuerte
de todos los vínculos, el de un destino común, el hombre libre
encuentra que siempre lo acompaña una nueva visión que proyecta
sobre toda tarea cotidiana la luz del amor. La vida del hombre es una
larga marcha a través de la noche, rodeado de enemigos invisibles,
torturado por el cansancio y el dolor, hacia una meta que pocos
pueden esperar alcanzar, y donde nadie puede detenerse mucho
tiempo».
Después añade: «Uno tras otro, a medida que avanzan, nuestros
cantaradas se alejan de nuestra vista, atrapados por las órdenes
silenciosas de la muerte omnipotente. Muy breve es el lapso durante el
cual podemos ayudarlos, en el que se decide su felicidad o su
miseria. ¡Ojalá nos corresponda derramar luz solar en su senda,
iluminar sus penas con el bálsamo de la simpatía, darles la pura alegría de
un afecto que nunca se cansa, fortalecer sus ánimos desfallecientes e
inspirarles fe en horas de desesperanza».
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BERTRAND RUSSELL
EL LEGADO DE UN PROVOCADOR
Russell fue una figura extraordinaria, el
último gran intelectual
público. Se constituyó sin imposiciones como un
referente moral y po-
lítico para varias generaciones de pensadores. En
realidad, la mayoría
de los puntos de vista de Russell sobre la
religión, el matrimonio, el
poder, la organización social, incluso respecto a
la propia educación,
podemos compartirlos o no, pero hoy son
formas de ver comunes,
formas de ver corrientes. Lo único que hizo él
fue adelantarse a su
tiempo y sobre todo explicar de una manera muy
sencilla, clara, a ve-
ces simplificadora, estos puntos de vista y
difundirlos y hacerlos pú-
blicos ante la gente. Ése fue su encanto, ésa fue
su fuerza y ésa fue en
su momento también la causa de que
pareciera tan terriblemente
provocador; incluso —aunque muchas veces pudo
equivocarse o pudo
exagerar algunas posiciones— todavía, de alguna
forma, sigue siendo
una figura tutelar a rescatar en el turbulento siglo xx.
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